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En los últimos meses he seguido con atención varias noticias relacionadas con la actividad de las empresas y la ciencia. Todas ellas tienen su origen en los Estados Unidos y se refieren a las bebidas refrescantes y al azúcar, y la más reciente anuncia que el Center for Science in the Public Interest acaba de llevar a los tribunales a la American Beverage Association por información engañosa hacia los consumidores a través de los estudios científicos que ha financiado en los últimos años.

Se ha montado toda una polvareda en torno a estas noticias y en este mundo de la «post verdad» en el que vivimos se han vertido auténticos ríos de tinta sobre el rol de las empresas y la ciencia. Ya se sabe que, como dijo el premio Nobel de Economía Herbert Simón», cuando la información es barata, la atención es cara». Y claro, hay que meter ruido…

Pero lo que realmente me preocupa y subyace detrás de toda esta polémica es la facilidad con que se llega a posiciones extrema, que a la postre llevan a deslegitimar la posición del otro y a negarle cualquier capacidad de participación. Es un hecho cada vez más extendido, aireado en tromba por la opinión pública y las redes sociales, y que acaba estigmatizando y anulando por tanto cualquier posibilidad de debate. Extremismo podríamos llamarlo,. O comportamiento antidemocrático, demagogia, fanatismo,… Que el lector le ponga el adjetivo que mejor le convenga.

Y claro, en esta condiciones, difícilmente se puede llegar a conocer la verdad -el fin último de la ciencia-, distinguir el bien del mal y construir una sociedad mejor (que en el fondo, entiendo, es lo que todos queremos).

Digo todo esto porque no pocas voces se alzan ahora negando a las empresas (y también a sus organizaciones) la capacidad de relacionarse con la ciencia, de promoverla y de financiarla, ya que de entrada se parte de que bastardean sus objetivos y por tanto no merecen crédito alguno.

Craso error. De entrada, todos sabemos que la única manera de ganarnos el futuro es impulsando la ciencia y la tecnología, y que todo esfuerzo es poco para su promoción. Y si esto es así, ¿por qué negar la contribución privada a este empeño común de la sociedad? ¿Cuántos científicos no podrían llevar adelante sus trabajos y cuantas mejoras se llevarían al traste si las empresas no apoyarán a la comunidad científica?

En segundo lugar, no parece muy lógico que las políticas públicas de I+D+i, como el Programa Horizonte 2020 y otros, exijan como requisito para la financiación de proyectos  la colaboración universidad-empresa, y luego se niegue a ésta ultima la legitimidad.

En tercer lugar, si yo fuera científico, ya habría expresado mi malestar por esa continúa desconfianza hacia el oficio , que además suele venir no precisamente de los pares, sino de críticas que no siempre cuentan con la solidez  necesaria.

En cuarto lugar , a poco que ahondemos en la práctica científica, veremos que existen procedimientos y sistemas desarrollados que permiten desenmascarar lo falso, lo torcido, la carencia de solidez. ¿Que se puede mejorar ? No me cabe duda. ¿Qué la industria tiene que ser la primera en buscar estas mejoras en lo que a su responsabilidad atañe? Por su propio bien, así debiera de hacerlo, contribuyendo en primera línea. Pero de ahí a negarle su rol, hay un trecho que no debe pasarse.

En este sentido, la transparencia puede ser un instrumento bastante útil. Cualquier mejora en este ámbito será una prueba de que no se oculta  nada y quedarían de lado las intenciones aviesas que hubiere. Así se desmontarían además esas críticas radicales de las que hablo al inicio, porque quedaría probado que su único objetivo es el de hacer prevalecer el criterio propio por encima y negando el de los demás.

No es un tema fácil, pero requiere urgentemente de reflexión y propuestas. El actual diálogo de sordos se radicaliza hasta extremos poco sostenibles y alguien tiene que dar un paso adelante para buscar soluciones a medio plazo. Estamos en un callejón sin salida y el sector agroalimentario (toda la cadena ) se juega mucho en ello.