Candela González-Alemán
La Unión Europea vive atrapada en un curioso espejismo: proclama que quiere simplificar, pero lo hace a un ritmo y con unos métodos que amenazan con suprimir precisamente aquello que legitima su acción: el debate, la evidencia y la participación.
Cada Comisión llega con su mantra. Si el primer mandato de Von der Leyen se encomendó al Pacto Verde como brújula política, este segundo se ha envuelto en la bandera de la competitividad y el alivio regulatorio. Pero el giro ha sido tan abrupto y precipitado que la pregunta incómoda empieza a abrirse paso: ¿está de verdad la Comisión cortando el “red tape” …o está recortando los controles democráticos y técnicos que permiten que la regulación funcione?
El origen intelectual: buenas ideas, malos métodos
La agenda de simplificación encontró su legitimación en los informes Draghi y Letta, que ponían el foco en la urgencia de fortalecer una economía europea debilitada. Pero sus recomendaciones exigían procesos serios, secuenciados y reflexivos, no una carrera para exhibir titulares políticos.
La Comisión decidió saltarse esa parte. Implementó con prisas un proyecto que reclamaba método, no marketing. Resultado: improvisación, ruido político y una creciente desconfianza entre Estados miembros, Parlamento y sector privado (véase el caso del Reglamento EUDR).
La brújula que no apunta a ninguna parte
La llamada Brújula para la Competitividad de enero de este 2025, presentaba una visión sensata: entender la competitividad no como un obstáculo normativo, sino como un elemento estructural que debía guiar toda acción pública. En esa lógica, la simplificación mediante los paquetes Ómnibus era un habilitador horizontal.
La teoría tenía sentido.
La práctica no.
Los sectores, incluido el agroalimentario, miran la iniciativa con expectativa (y mi ómnibus, ¿para cuándo?), pero también con desconcierto: ¿por qué simplificar sin saber qué simplificar? ¿por qué correr sin mapa? (el último, de Food Drink Europe).
La gran contradicción: simplificar sin diagnosticar
La UE tiene manuales y principios de better regulation precisamente para evitar lo que está ocurriendo. Antes de simplificar debería preguntarse:
- ¿Cuál es la rationale detrás de la simplificación?
- ¿Dónde está la complejidad real?
- ¿Qué fallos operativos, administrativos o tecnológicos dificultan la aplicación de las normas?
- ¿Cuánto cuesta? ¿Quién lo paga?
Las herramientas existen:
- evaluaciones de impacto,
- reality checks,
- stress tests,
- revisiones ex post…
…y, sin embargo, la Comisión ha evitado aplicarlas con rigurosidad en los Ómnibus de 2025, justificando la urgencia y amparándose en evaluaciones previas que pierden validez en cuanto se modifica el contenido normativo.
Ese atajo es precisamente lo contrario de la buena regulación.
La paradoja es evidente: ¿cómo simplificar lo que no se ha analizado? ¿cómo reducir complejidad sin haberla identificado?
El nudo político: confundir simplificación con desregulación
El debate político ha contaminado todo este proceso. En el Parlamento, la simplificación se ha convertido en un tótem ideológico:
- Para unos grupos, es una desregulación encubierta que pone en riesgo estándares ambientales o sociales.
- Para otros, es el vehículo para debilitar la agenda verde en nombre de la competitividad.
Ambas percepciones distorsionan el objetivo real —hacer normas más claras, aplicables y eficientes—, pero lo más grave es que la Comisión no logró algo fundamental: crear un consenso previo sobre el propósito de la simplificación.
De los seis Ómnibus presentados por la Comisión desde febrero de 2025, algunos han encontrado ya acuerdos políticos parciales (inversiones, PAC, baterías, químicos), mientras que otros —especialmente el paquete de sostenibilidad— avanzan en un clima de enorme tensión política y bajo la sombra de investigaciones por mala praxis regulatoria.
La Comisión prometió velocidad y resultados; ha entregado bloqueo y frustración.
El coste democrático de la prisa
Lo que resulta inquietante no es solo la mala técnica legislativa. Es el precedente.
Cuando se abre la puerta a legislar sin consultas adecuadas, sin evaluaciones de impacto y sin escucha real, lo que se recorta no son trámites:
es la participación. Es la transparencia. Es la legitimidad de la norma.
Al final, la simplificación —tal y como se está practicando— corre el riesgo de convertirse en un mecanismo que silencia a los sectores afectados en lugar de hacerles la vida más fácil. Es difícil no ver aquí el germen de un “red tape” invertido: menos controles, menos debate, menos evidencia… pero más inseguridad jurídica y más desconfianza.
Para muestra, un botón:
De aquí varias lecciones demoledoras:
- Se concluye que la Comisión incurrió en “maladministración” al preparar propuestas urgentes de reforma normativa;
- El paquete ómnibus de sostenibilidad FUE elaborado sin respetar las propias directrices internas sobre better regulation: faltaron evaluaciones de impacto rigurosas y se omitió un verdadero proceso de consulta pública
- Alerta del riesgo de debilitar la participación ciudadana, el debate informado, la evidencia técnica, y la rendición de cuentas.
Aunque el dictamen no es vinculante sobre la legislación, representa una señal relevante para las futuras iniciativas de simplificación: advierte de los peligros de priorizar velocidad o conveniencia política sobre transparencia y procedimiento.
Lecciones ignoradas y errores a corregir
Este puede ser un buen momento para frenar y repensar:
- Aclarar el objetivo común: la simplificación no puede ser un fin político, sino un medio técnico. Si no se comparte el propósito, la agenda nace muerta.
- Identificar los cuellos de botella reales, y hacerlo con quienes los sufren día a día: empresas, administraciones nacionales, sociedad civil.
- Medir antes de actuar. Sin evidencia, todo es intuición; y la intuición es un mal motor para legislar.
- Volver a medir: lo que no se mide, no existe.
- Ejecutar con flexibilidad, no con rigidez burocrática, cambiando lo que sea necesario para obtener mejores resultados.
- Reconocer límites de capacidad. La Comisión no puede anunciar salvavidas normativos que luego no está en condiciones de aplicar.
La raíz del problema: procedimientos que erosionan la confianza
Vivimos una pérdida acelerada de confianza en las instituciones. Y no es por los objetivos —nadie protesta por normas más claras, proporcionales o aplicables—, sino por los procedimientos que se utilizan para imponerlas.
Cuando empresas y ciudadanía se convierten en un sandbox involuntario en el que se prueba, se corrige, se vuelve a probar y se vuelve a corregir, la norma deja de ser una herramienta de certidumbre para convertirse en un experimento.
Una administración que midiera antes de regular, que testara antes de obligar, y que escuchara antes de decidir, no necesitaría campañas de simplificación. Bastaría con regular bien desde el principio.
Conclusión: el verdadero alivio regulatorio es el rigor, no la prisa
Simplificar no es cortar normas: es acortar la distancia entre la norma y la realidad. Si la Comisión quiere recuperar autoridad y credibilidad, la salida no es acelerar más, sino frenar lo suficiente para pensar. Porque si seguimos así, lo que acabará cortándose no es la burocracia, sino la voz de quienes deben cumplirla.




